Anales I I Puente de Génave



FIESTAS EN PUENTE DE GÉNAVE

            Las fiestas son tan antiguas como las sociedades humanas: son las manifestaciones de júbilo de los hombres agrupados en comunidades. Probablemente nacieron al tiempo que las religiones para celebrar acontecimientos misteriosos, que aquellos seres primitivos asociaban a la intervención de fuerzas insondables, muy pronto relacionadas con el sol y la luna. Esos astros regían los días y las noches; el frío y el calor, los vientos, las lluvias y las cosechas. La vida y la muerte. Así que nuestros remotos antepasados acabaron inventando rituales para celebrar la resurrección del campo en primavera, la recolección, las cosechas, que fijaron a las fases de la luna y a las estaciones creadas por el sol.

            Y así seguimos; solo que, después de treinta o cuarenta mil años de fiestas y de cambios de dioses, no tenemos muy claro qué estamos celebrando: la siembra, la recolección y las cosechas no dependen ya de dioses sobre los que podamos influir con nuestros ritos. La Iglesia, que cristianizó enseguida las fiestas para controlar a las gentes, está viendo impotente que solo van quedando los nombres en el almanaque, como una oportunidad para el ocio, los viajes y la escapada; o los viejos ritos convertidos en espectáculo y atracción turística. Pueblos y ciudades compiten por mejorar sus fiestas, pero como parte de los programas electorales municipales y, si acaso, con el sentido romano de panem et circenses. Esas fiestas son tan iguales que no tienen el menor interés: los mismos cantantes o grupos de gira por pueblos y ciudades, las mismas atracciones, las mismas bebidas en los botellones, los mismos tópicos en los pregones o en la promoción en Internet.

            Pero puede resultar sugestivo el trabajo arqueológico que nos permita imaginar de donde viene tal o cual fiesta, cómo relacionarla con otra de características semejantes, celebrada en otro lugar a muchos kilómetros de distancia. Quien trajo determinada costumbre a un pueblo nacido hace apenas un centenar de años. Puente de Génave nació con el siglo XX, como un pueblo del oeste americano en torno a una vieja mina, que resultaría improductiva, o como una moderna mansio cuando el viejo puente y la vía romana fueron sustituidos por la carretera general y el puente nuevo. ¿De donde vendrían aquellos mineros frustrados, finalmente convertidos en posaderos y hortelanos? Enseguida señalaron fiestas en el calendario y las celebraron como mejor sabían. Cien años después, lo que llama la atención no es la fiesta, sino el detalle, el guiño, la peculiaridad…. lo que está siendo engullido por la vulgar uniformidad.  

La Semana Santa

            La celebración folclórica de la Semana Santa se basa en las procesiones con las imágenes o pasos de la Pasión de Jesús, que serán mas vistosas cuanto mayor número de cofrades participen, vayan vestidos de nazarenos o de romanos. Por eso, la “Semana Santa” de los pueblos pequeños suele ser poco vistosa: procesiones de vecinos más o menos despreocupados, portando imágenes de escaso valor artístico e indumentario. Puente de Génave, que no es una excepción a lo dicho, mantuvo hasta los años setenta una original costumbre que mejoraba la calidad de la celebración: una suerte de auto sacramental en tres escenarios, donde se representaban otros tantos misterios de la Pasión. Eran funciones muy sencillas, de gran llaneza e ingenuidad, y por ello más válidas y pegadas a la naturaleza arcaica de los acontecimientos.

EL EMPRENDIMIENTO

            La Semana Santa se abría, la noche del jueves santo, con la representación del prendimiento de Jesús en el monte de los olivos: la procesión salía de la iglesia con el Nazareno, una imagen de madera, con pelo natural, hábito morado y brazos móviles, que llevaba caídos y libres. Cruzaba el río por el puente viejo y subía hasta una gran explanada en el Cortijo de la Ánimas, el barrio más antiguo del pueblo, junto con Pedronares. Las andas se dejaban en el suelo y el cristo adquiría una dimensión humana, a la altura de todo el mundo; la gente se iba colocando alrededor en silencio, como para escucharlo, en un ambiente mágico, sin otra luz que la de la luna, blanqueando aquella extraordinaria comitiva. De pronto, en la parte más alta del barrio comenzaban a oírse voces y, con gran estruendo, aparecía una caterva de individuos vestidos de romanos, con antorchas encendidas, que corrían cuesta abajo hacia donde se encontraba el Cristo. La gente se apartaba para no ser atropellada por aquella horda vociferante que, lanza en mano, salpicaba pez ardiente de sus hachones. Los esbirros rodeaban al Nazareno y se producía un silencio sobrecogedor; la luz trémula de las teas iluminaba la cara de las gentes y a la imagen patética y sola, a quien el centurión preguntaba con un grito: ¿eres Jesús de Nazaret? Una voz próxima contestaba: sí, yo soy. El jefe de los romanos volvía a preguntar y obtenía la misma respuesta, y cuando formulaba por tercera vez la pregunta, la voz respondía más fuerte y rotunda: ¡Sí, os he dicho que soy yo! ¡Prendedle! Ordenaba el romano. ¡Matadle, crucificadle, pegadle…! voceaban los otros hasta que el jefe amarraba por las muñecas al Nazareno. El silencio que ese acto imponía, tras el tremendo barullo, permitía escuchar el chisporrotear de las antorchas y los sollozos mal contenidos de sencillas mujeres enlutadas. Quedaba la imagen maniatada y custodiada por la guardia, se elevaban las andas, miraba el cristo desde arriba a la gente sobrecogida, que poco a poco, iba formando las filas de la procesión para retornar a la iglesia.

EL ENCUENTRO

            El viernes santo, muy temprano, salían de la iglesia dos procesiones que recorrían itinerarios diferentes: una, formada solo por mujeres, llevaba la imagen de la Dolorosa; la otra, solo de hombres, llevaba la imagen del Nazareno, prendido la noche anterior, ya con la cruz a cuestas y custodiado por los romanos que lo habían apresado. Tras recorrer diferentes calles del pueblo, ambas procesiones se encontraban en la plaza. Hombres y mujeres mostraban en sus rostros la emoción del dramático encuentro: la madre andaba por las calles buscando al hijo condenado a muerte y, al verse, el Nazareno se detenía, los hombres permanecían quietos, tras abrir un pasillo por el que la Dolorosa era llevada, rápidamente, en volandas hacia su hijo. Pero los desalmados guardias cortaban en el último instante el paso a la angustiada madre y le impedían aproximarse, interponiendo sus lanzas cruzadas al grito de ¡se prohíbe el paso señora![1] Retrocedían las personas que portaban las andas de la Virgen Dolorosa y, tras un instante de vacilación, volvían a intentar el encuentro, que nuevamente estorbaban los esbirros: ¡se prohíbe el paso señora! Al tercer intento, cuando las lanzas se cruzaban y se repetía la prohibición, aparecía un ángel que gritaba: ¡bajad las armas, sayones! Entonces, madre e hijo se aproximaban todo lo que las andas de las imágenes permitían. Las dos procesiones se fundían en una y con el Nazareno seguido muy cerca por la Dolorosa, retornaba a la iglesia.


LA RESURRECCIÓN

            El domingo de Pascua, se preparaba en la iglesia el escenario para la resurrección de Cristo: los paños que habían cubierto las imágenes durante la Cuaresma se mantenían, pero el lienzo central del retablo, el que tapaba al patrón san Isidro se cambiaba por una cortina, fácil de retirar, y tras ella se colocaba la imagen del Resucitado. Se convocaba a la misa, como a todos los actos litúrgicos después de la muerte de Jesús, con la carraca y una gran bocina, la bozaina, para cuyo manejo se necesitaban dos personas: uno que la sujetaba por la embocadura y tañía, sacando un sonido profundo y sobrecogedor, y otro que la mantenía por el pabellón. Así podían recorrer el pueblo llamando a los fieles a los cultos litúrgicos. La misa comenzaba con los soldados romanos formados al pie del altar, delante de los fieles, como haciendo guardia al sepulcro; todos esperaban el gran momento: cuando el cura cantaba “gloria in excelsis Deo”, volteaban las campanas, los monaguillos hacían sonar chillonas campanillas y alguien corría la cortina que ocultaba al Resucitado; ante su vista, aquellos crueles esbirros del prendimiento y el encuentro lanzaban al suelo lanzas, armaduras y cascos y huían despavoridos de la iglesia. La vida había triunfado sobre la muerte, los buenos sobre los malos.


Las Ánimas: noche de ánimas, narraciones y leyendas, candelas en las casas

            La inescrutable separación entre la vida y la muerte quedaba rota la noche de Ánimas, la noche entre el uno y el dos de noviembre. Con las tinieblas era posible, momentáneamente, la comunicación entre los vivos y los espíritus de los difuntos. Y esa era una creencia aceptada, o temida, en una sociedad donde se mantuvo una colonia espiritista hasta que el franquismo acabó con cualquier doctrina heterodoxa.

            La celebración de las ánimas ha ido desapareciendo de sus últimos reductos en las sociedades rurales, al tiempo que arraigaba entre los niños y jóvenes de las modernas sociedades urbanas su equivalente anglosajona: halloween. La versión americana de lo que no es sino una arcaica tradición europea se va imponiendo convenientemente importada entre hamburguesas y coca colas. Todos los pueblos desde tiempos remotos han rendido culto a sus muertos. Los celtas que vivieron en el occidente europeo desde España a las Islas Británicas, pasando por Bretaña, celebraban su fin de año, que coincidía con el fin del verano y de la recolección, con una fiesta a finales de octubre. Los muertos estaban asociados a esa fiesta porque aquellas gentes creían que durante esa noche les era permitido volver a sus antiguas casas. Pero los celtas también creían que espíritus malignos, fantasmas y otros monstruos, aprovechaban las tinieblas para aterrorizar a los hombres; para aplacarlos, encendían hogueras, y para camuflarse y pasar desapercibidos se disfrazaban, pintaban su rostro o se cubrían con máscaras tan terroríficas como el semblante que imaginaban en aquellos espíritus bestiales. El emperador romano Constantino declaró al cristianismo religión oficial del Imperio en el siglo tercero y dictó leyes que obligaban a convertirse bajo pena de muerte. Los papas y los obispos tuvieron siempre claro que era mejor apropiarse de las costumbres de los paganos y cristianizarlas, que prohibirlas, así que los panteones o templos dedicados a todos los dioses fueron consagrados a todos los santos cristianos y en el siglo VIII, la fiesta de todos los santos se situó en el día uno de noviembre. En el siglo X, San Odilón, abad de Cluny, añadió la celebración del dos de noviembre para conmemorar a los difuntos, muy probablemente, porque en muchos lugares se mantenían los antiguos ritos de los muertos: así que ya tenemos mezclados los antiguos ritos con las nuevas ceremonias. Las viejas creencias con los renovados credos. Las gentes siguieron visitando los lugares de enterramiento de sus muertos y en muchos lugares mantuvieron las creencias de la noche de ánimas, cuando los espíritus de los antepasados vuelven a sus parroquias y a sus casas. En muchos pueblos de España, todavía en los años cincuenta del siglo pasado, doblaban las campanas durante toda la noche de difuntos y en los hogares se encendían candelas en recuerdo y ayuda de las almas de los fallecidos. Recuerdo que en casa de mis abuelos se contaban historias en torno al fuego que evidenciaban la facilidad con que los difuntos nos visitaban en circunstancias establecidas por el más allá. Entre los más viejos de los presentes siempre había alguien que refería alguna experiencia propia, o se daban nombres de personas que habían protagonizado encuentros casi siempre benévolos con los muertos. Mientras, los irlandeses llevaban a EEUU la parte más festiva de los viejos ritos, las lámparas, las luces, las salidas nocturnas y la juerga que el Imperio ha devuelto a nuestros adolescentes como otro producto de consumo, mientras nosotros, abandonado el viejo ritual, celebramos el puente, la playa y los atascos.

San Marcos: bendición de los campos; espantar al diablo y dejarlo bien atado. El hornazo

            La fiesta del 25 de abril, día de san Marcos, que se celebra en muchos municipios[2] de España, huele a primavera y a rito campesino relacionado con la cosecha y la fertilidad. Es una celebración lunar, como la Semana Santa, y en otros lugares se sitúa el domingo o el lunes de pascua, pegada a las conmemoraciones cristianas de la resurrección. La ubicación precisamente el 25 de abril quizás se deba a la decisión de fijarla en una día inamovible, después del domingo de resurrección, que como se sabe no puede caer después de esa fecha. El Concilio de Nicea, en el año 325, decidió que la Pascua de Resurrección se celebrara el domingo siguiente a la primera luna llena después del equinoccio de primavera. De manera que si el 21 de marzo, fecha del equinoccio de primavera, es domingo y hay Luna llena ese será el domingo de Pascua; pero si la luna llena cae el 20 de marzo, habrá que esperar el siguiente plenilunio y el domingo posterior nunca será más tarde del 25 de abril.

            Hasta los años sesenta, en Puente de Génave, el cura celebraba una misa a media mañana y, después, en una procesión muy festiva y original, porque no incluía santo alguno, subía hasta las eras de Pedronares y bendecía los campos con mucha solemnidad. Seguramente, lo hacía desde allí porque es la zona más alta en la cercanía de la iglesia. Tras la ceremonia, los vecinos se desparramaban por los campos más cercanos con el fin de “espantar al diablo”. Recuerdo los alrededores de la Vicaría (las almotejas del cortijo de abajo o las sombras del pinar) tomados por familias, que formaban grupos con sus vecinos, amigos o parientes. Las mujeres extendían mantas o manteles sobre la hierba y sacaban de cestas de mimbre fiambreras con tortilla, adobos de matanza o fritao de mesá, cuyo consumo precedía al ritual hornazo de la festividad: una torta coronada por un huevo cocido, que redondeaba el almuerzo campero. La mona de pascua de Cataluña, Valencia y Murcia es la misma comida ritual que nuestro hornazo; en aquella y en este el huevo es un símbolo de nacimiento, de resurrección a una nueva vida, la que presagia la primavera. Los egipcios ponían huevos en sus tumbas y los griegos los colocaban sobre las sepulturas. En la Alta Edad Media, los cristianos adoptaron el huevo como símbolo de la resurrección de Jesucristo en la Pascua.

            La tarde se prolongaba en juegos, risas y charlas hasta que la puesta del sol iba enfriando el ambiente y señalaba la hora del retorno. Nada de esto ha cambiado, salvo la celebración religiosa, que ha desaparecido, y los lugares, que ahora se eligen más alejados porque se llega a ellos en coche. Se mantiene, misterioso, el rito de atar al diablo y dejarlo, seguramente, inmóvil e incapaz de joder a hombres y cosechas. Cada cual, antes de partir, busca un arbusto de ramas flexibles o unas hierbas suficientemente largas para enlazar un nudo que sujete a algún viejo demonio, al menos, todo el tiempo que se mantenga la lazada.

            La costumbre de espantar o atar al diablo con un ritual parecido a este se mantiene en algún otro pueblo de la comarca de Segura y en lugares de las provincias de Ciudad Real, Córdoba, Málaga y Granada.

Pablo García González
Periodista y radiofonista




[1] “Se probide el paso, señora” decían muchos, usando esa arcaica forma verbal serrana
[2]  En Rentería (Guipúzcoa) hay misa en el campo y deportes rurales. En Valdemoro (Madrid) se sale a comer al campo desde el siglo XVII. También es tradicional el hornazo. En Aragón, en la localidad de Chiprana, en Caspe, también se celebra una masiva comida en el campo. En Ólvega (Soria) salen al campo y pasan el día. Comen, sobre todo, chuletas asadas. En Agulo en La Gomera (Tenerife) tienen como patrón a San Marcos. En su honor se queman hogueras y se celebra una procesión hasta la playa, donde se hace una masiva comida de confraternidad. En Cepeda (Salamanca) tienen a San Marcos por patrón, celebran misa y procesión y luego la tradición manda recorrer las bodegas y bares de la localidad.

No hay comentarios: