Desde hace décadas venimos percibiendo que las
publicaciones y artículos divulgativos de zonas y parajes naturales, incorporan
rigurosos y precoces análisis para construir relatos extraordinarios y
demostrar su importancia histórica y su decisiva situación: cruciales batallas,
leyendas de reyes cautivos, de caballeros medievales, de insignes varones
ilustrados, de hijos preclaros, de grandes luchadores por la democracia, de
trascendentales valores. Suelen adoptar la forma de estudios pormenorizados que
prologan a diseños de acciones, planes, campañas, de desarrollo, de cambio.
Dichos planes, acciones, campañas, parecen estar dirigidas a poblaciones
afectadas por epidemias, plagas o maldiciones. Se pretende erradicar, luchar
contra, acciones vigorosas, golpes de timón, puestas en valor.
Por
desgracia —o por suerte, no hemos sabido aún elegir— desde los despachos lo que
más se hace es darle tarea a los tipógrafos —octavillas, folletos, revistas,
periódicos, trípticos, carteles— y realizar jornadas de estudios —expertos en
algo llenando restaurantes y currículos—. Todos parecen coincidir en concentrar
las acciones en el tiempo. En poco tiempo y con dos o tres de estos varones
férreos, todo arreglado.
Si
los valores de estas regiones están radicados en la conjunción de elementos
naturales y artificiales no podemos dejar de considerar como decisiva, en esa
realidad, la acción humana. Los actores fundamentales en esos procesos han sido
y deben ser los habitantes. Estas personas y sus descendientes, emigrados la mayoría,
tienen derecho a influir en los procesos
y en su diseño. Por nuestra parte pensamos que para este hábitat es
imprescindible tanto el mantenimiento de esas personas en su entorno natural
como el reasentamiento de los serranos emigrados que lo deseen con ofertas de
trabajo estable y posible, el asentamiento permanente de población de otros
lugares, de población de temporada en casas rehabilitadas y el turismo.
Es
necesario además cuidar el bosque. «Cautivar el bosque», diría un serrano. En
una asociación semántica definidora por excelencia de la acción que designan:
cautivar por cultivar. No abandonarlo a la suerte de los elementos naturales o
artificiales. Así dejaremos de pensar en procesos que como un maná celestial
reconforten y transformen súbitamente. No hagamos otra vez uso de
idealizaciones y determinismos. No existen Nemorosos, ni Marcelas. Sí,
personas.
A
propósito de estas sierras recuerdo el enorme pasodoble que Carlos Cano hizo a
la dicotomía que se da en las gentes de Almería: «será que mira a Barcelona
donde se le ahoga medio corazón». Muchos serranos viven sin un corazón que late
a borbotones en Villareal, en Gerona, en Jaca… Hijos y nietos. La juventud y el
futuro van para otros lugares mientras la melancolía, el inmovilismo y las
«pesaumbres» se adueñan de estas lomas, cuerdas y calares. Esa
dura historia que soportan los serranos, hombres emigrantes de todas las
tierras, mujeres valientes y contumaces de todos los quehaceres, se sintetiza
en los recuerdos de los años pasados en el Perineo, otra emigración, segando en la Mancha, en la aceituna en
Beas, en Sorihuela o en Camporredondo… Nunca ha habido forma de ganarse la vida
en estos parajes. En estas sierras están los «peazos», ajustada definición de
increíbles lugares donde la acción humana, centenaria, ha logrado ordeñar
manjares. En estas sierras viven los pinos, los hortales, los guíscanos, los
«jabalises», los sapos, los «tajones», las verbenas, los carriles, la matanza y
la miseria secular de personas que no poseen ni el techo bajo el que duermen.
Pero, ¡ojo¡, que la memoria es una mentirosa
inexorable, vengativa y aduladora. Cuantas veces nos esforzamos en asegurar que
recordamos algo como si fuera ayer mismo y cuanto más seguros parecemos estar,
más peligro corremos de que el más mínimo detalle olvidado, cambie esa realidad
que aseguramos recordar. Si nos referimos a la memoria colectiva popular, mayor
es el riesgo ya que es muy fuerte el componente ahistórico.
La
memoria colectiva solo puede retener los acontecimientos y las individualidades
históricas transformándolas en arquetipos, es decir, anulando todas sus
particularidades históricas y personales. Por esto habría que preguntar si la
incapacidad de la memoria popular para retener lo que no sean arquetipos no nos
revela algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia. Es decir si
no nos revela la caducidad de la individualidad humana en cuanto tal, lo
que constituye la autenticidad y la
irreversibilidad de la historia.
En
palabras de Mircea Eliade: «En todo caso es notable que por un lado la memoria
popular se niegue a conservar los elementos personales, históricos, de la
biografía de un héroe, mientras que por el otro las experiencias míticas
superiores implican una elevación última del dios personal al dios
transpersonal».
La
historia de la Sierra de Segura es la historia grande, oscura y antigua de unos
paisajes marginados y marginales tantos años, unas Hurdes del sur, de contornos
humanizados que se alejan de nosotros a la misma y creciente velocidad con la
que se mueve hacia el futuro ese tren donde dicen que vamos (Epur, si muove).
Los
estudios que deseemos acometer deberán contribuir a describir, a contar lo que
se ve, esos elementos personales y ambientales de los que habla Eliade. Dar a
conocer el ser y el estar, la diacronía y la sincronía de estos espacios
apresados por los mitos y los tópicos. Más habríamos de encuadrar este tipo trabajos
en la intención de conocer para transformar, de hacer posible que las personas
salgan de la cultura del silencio.
Entre
tantas dudas que tenemos planteadas destaca una sobre la vigencia de la clásica
tesis: así como el contexto material determina el ser de las personas, estas
pueden cambiar con su acción el mencionado contexto. Estos últimos años nos
paseamos por la sierra, vemos las tobas, las mateas, los pontones, las modernas
tinás, las horrendas construcciones
hechas al calor del turismo rural, esa «puesta en valor» tan perniciosa.
Hierros,
baldosas de gres, aluminios en las ventanas y puertas de los cortijos, azulejo
visto en sus fachadas, barracones construidos a base de bloques de hormigón,
enormes puertas de hierro y techos verdes para apriscos de ganado, carriles
convertidos en carreteras de ocho metros de asfalto, horrorosas pavimentaciones
en las aldeas, robustas casas rurales construidas con la sabiduría de siglos
convertidas en chalets adosados, las majestuosas casas forestales que en otro
tiempo servían de aposento a no pocos tiranos, hoy derruidas y convertidas en
ruinas parlantes, tendidos eléctricos que atentan contra el ecosistema y, un
elemento nada despreciable, la amenaza real del desarrollo sostenible y la
puesta en valor.
Se
puede constatar, con una simple mirada, el mucho y eficaz esfuerzo realizado
desde la administración local y autonómica. Hace pocos años se abrió un
hospital comarcal y esto es soberbio pero, aún así, esta población tan
diseminada deberá seguir acudiendo, por sus propios medios, a las consultas,
invirtiendo muchas horas para la ida y vuelta, y con la enfermedad puesta:
fiebre, resfriados, gripes o lesiones. Son muchos grados de marginalidad
sufridos durante décadas. ¿Tan difícil y costoso es que una unidad de atención
médica recorra dos o tres veces al año los cortijos y aldeas haciendo medicina
preventiva? Tal vez es mejor acentuar la emigración y, como última solución,
esperar la muerte.
Me
acuerdo por todo esto de mi abuelo Tomás. Me decía: «Luis, ¿sabes qué es la
misa? Una reunión de ignorantes —recitaba— viéndole el culo a un tunante». Mi
abuelo era minero y socialista de Linares: notas de tradición que no interesa
mantener en ningún currículum. Me acuerdo de esa frase sobre todo cuando oigo y
leo los proyectos para el desarrollo sostenible de la Sierra: una reunión de
ignorantes viéndole el culo a un tunante.
“No
podemos perder otra vez el tren del desarrollo sostenible”. Cuando oigo estas
palabras en las voces vanas y huecas de los equilibristas de la politiquilla me provocan desasosiego y
desilusión. Desarrollo sostenible, ¡qué binomio! Me parece una expresión
curiosa y un tanto paradójica. Por un lado, estamos los que consideramos que es
un simple pleonasmo: cualquier «desarrollo», para merecer ese nombre, ha de ser
sostenible porque de otro modo es un mero declive hacia el abismo. O sea, que
una vez eliminado el término redundante del pleonasmo, nos quedamos con
desarrollo a secas.
Pero,
por otro lado, y de ahí vienen mis miedos, los que acuñaron la expresión no la
ven como un pleonasmo, sino que le añaden la cualificación «sostenible» porque
entienden que se hace necesaria para diferenciar ese desarrollo de algún otro
que —en su cabeza estará— no lo es. Y mucho me temo que son estos últimos los
que quieren vender gato carnívoro por liebre herbívora. Pero hay más... Sí,
más: ahora aparece el concepto «poner en valor». ¿Es que no tiene valor tal y
como está? ¿Qué se esconde tras esas políticas?
Tantas
y tantas veces hemos sido testigos de la siguiente falacia: buscando salidas a
cuestiones complejas se afirma que todo problema tiene siempre una solución
sencilla. ¡Ah! Pero nadie añade que generalmente es errónea. Y esa mentira se
perpetúa perfectamente para cualquier problema y en cualquier tiempo.
Durante
años cada persona se integra en distintos ámbitos unos más especializados que otros.
Asistimos a reuniones donde tratamos de solucionar problemas que muchas veces
se abordaban de manera simplificadora e ingenua, eligiendo casi siempre una
solución sencilla pero errónea.
No
es usual que personas legas en las materias opinen sobre cómo solucionar las
averías de artilugios tecnológicos humanos muy complicados. Sin embargo, he
oído decenas de veces a personas bienintencionadas pero poco informadas,
proponer con mucho desparpajo soluciones a problemas incomparablemente más
difíciles de resolver. Supongo que ese comportamiento a la hora de opinar
refleja cierta tendencia a pensar que las realidades culturales funcionan según
reglas más sencillas que los artilugios tecnológicos. Pero no nos engañemos, la
simplicidad de los entes culturales es siempre aparente y si nos guiamos por
ella tenemos pocas posibilidades de acertar con las soluciones.
Un
ejemplo puede ser el lamentable éxodo de los serranos. Un laberinto de
imágenes, historias y personajes, un laberinto sin salida que empieza y acaba
con el olvido y el recuerdo, tan antagónicos pero a la vez inseparables, ya que
el uno no puede existir sin la presencia del otro. El olvido, como técnica de
la sociedad para superar el pasado. El recuerdo, como obsesión, que conduce a
indagar en la vida, en el pasado, en el desarraigo de los que se vieron y se
ven obligados a dejar su tierra y pasarse la vida en una tierra donde ninguno
de ellos encontrará un verdadero hogar. Siempre en medio de todos los sitios.
Ni aquí ni allí. Tal vez por eso, los serranos emigrados son los más serranos.
La
historia también tiene que ser contada por las personas que la vivieron. Son
historias normales, con gente normal, sin héroes, solo la simple realidad del pueblo. Sólo la vida diaria, narrada con
controlada objetividad, teñida de melancolía y añoranza. A veces, los recuerdos
demasiado duros se pierden en el olvido; otras nos acompañan toda la vida,
impregnándola de un velo gris y haciéndonos morir por dentro poco a poco. La
historia oficial nos roba demasiado y deja contar demasiado poco.
Leamos
un texto de la revista Lope de Sosa, año 1925, típica de la
burguesía local jaenera. Se informa de una reunión de la Diputación Provincial
de Jaén en la que se acuerda formar una «comisión de autoridades y de
representaciones técnicas» para que «visite la región de Sierra de Segura, tan
rica por sus producciones y hermosa por su naturaleza, como precisada de
remediar su aislamiento y de que se acuda a sus necesidades en todos los
órdenes en que el Estado debe colaborar al desenvolvimiento cultural y
económico, progresivo, de los pueblos».
Continúa
la reseña con la composición de la comisión y un resumen del viaje. Y concluye:
«El estudio hecho de las necesidades de todos los órdenes, en la región de
Sierra de Segura, ha de producir resultados inmediatos en los aspectos de
cultura, sanidad, beneficencia y comunicaciones, allí muy necesarias, como necesarios
son igualmente el impulso del fomento agrícola y el dar a conocer la belleza de
aquellos campos, inagotable tesoro para el turismo y para el arte».
No
indica la referencia si los miembros de la comisión conocían, por ejemplo, el Viaje por las escuelas de Andalucía de
Luis Bello o los escritos de Juan de la Cruz Martínez que
eran prácticamente contemporáneos.
Estas
tres aportaciones analíticas y pioneras sobre la Sierra de Segura comparten las
mismas valoraciones: admiración, atraso, injusticia. Recogemos de Luis Bello:
«Pero, ¿por qué? ¿Cuál es la razón de que en esta Sierra de Segura vivan los
pueblos más ignorantes de Andalucía? ¿Es la raza? ¿Es el suelo? ¿Hay otras
Hurdes bárbaras por incapacidad de la tierra? No anticipo aquí la respuesta que
irá dándonos cada paso del viaje. Santiago de la Espada aparecía desde la Loma
de Úbeda como algo inaccesible, o por lo menos de difícil e innecesario acceso.
¿Va usted a llegar allá? Asegúrese bien. Lleve buen guía. Imagine usted que ni
ellos mismos conocen el camino, que no es camino, y en sus días de nieve y
niebla el campanero toca la campana para que la gente del monte sepa dónde está
el pueblo».
Por
todo esto opinamos que entre todos debemos construir una perspectiva que
permita, sin dudas, apreciar que el hombre es un ser social, productor de una
cultura y una civilización a través del espacio y del tiempo y que esta cultura
es un contrapoder. Y que como tal poder realiza una función pedagógica dirigida
a la liberación individual y colectiva, capaz de tener en cuenta que todo
hombre es un intelectual y que sólo la crueldad social y la educación elitista
destruyen ese principio de la dignidad humana.
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